¿Uruguayo hasta las bolas?

Invitado por los eméritos hacedores de este blog a participar del mismo, me pregunto si cumplo con la consigna que los ampara. Entonces pienso: me tocó nacer en el Salto Oriental, por ende, tengo derecho al voto, bendición que sólo se concede a los ciudadanos legales. Obvia conclusión: uruguayo, al menos en los pelpa, soy.

Sigo pensando y vuelvo a eso del sufragio: de hecho –me digo– efectivamente has hecho uso de tu derecho ciudadano, oh joven borrego, en las últimas elecciones nacionales, votando, para ser más precisos, al Frente. Pero llegado a este punto no sé dirimir si ese voto me hace uruguayo hasta las bolas o simplemente un flor de boludo. Me queda el consuelo de pensar que siempre es mejor pecar de boludo, boludón, e incluso de boludo alegre, que de garca.

Empantanado en la chacra política, dejo de pensar y me miro las bolas, capaz que yendo a lo concreto resuelvo la cuestión inicial: pero resulta que no me las veo celestes, lo cual no deja de ser un alivio, ya que en caso contrario me aterraría (no en el sentido de la década del ‘30) y saldría corriendo con las manos en los huevos –como se sale de una barrera para cortar un tiro libre– a consultar un médico o al Pae Marcelinho de Oxum.

Desorientado nuevamente, comienzo a asociar proposiciones: uruguayo hasta las bolas, uruguayísimo, la uruguayez, lo uruguayo, de lo nuestro lo mejor, etc. Y ya inmerso en un plano discursivo, la red de asociaciones me remite al lenguaje publicitario, cuyos artistas-mercachifles siempre están dispuestos a dorarnos la píldora nacionalista para vendernos productos importados. Sin embargo, el primer ejemplo que me viene a la mente es el de un producto Hecho acá (incluso antes de la Menafra): se me hace como si estuviera escuchando ahora la voz del negro Rada pregonando cual canilla jailaife las páginas blancas de El País. Habrá que chistarle al guarda entonces… Yo el 99% de las veces toco timbre (por la sencilla razón de que corro menos riesgos de que me bajen dos paradas después) y no por eso siento que me estoy vendiendo al imperialismo yanqui, o que ese cotidiano acto me convierte al instante en serbio y/o montenegrino.

Pienso que le sigo errando al bizcochazo si tomo la consigna en su sentido literal; y se me prende la lamparita: ¡Pero claro, qué boludo, cómo no me di cuenta antes! Conociendo a Yakpalans –inteligencia fulgente que admiro y respeto– la cosa debe andar por la ironía y caminos paralelos.

Paso a revisar las diversas modulaciones del concepto “hasta las bolas”: a) completud, integridad de algo (“soy friyero hasta las bolas”= “soy un cabal hincha de Cerro”); b) perdición amorosa y/o delictiva (“con la Yénifer estoy metido hasta las bolas”/ “el Yhonny está hasta las bolas, lo agarraron pasando merca”); y c) hartazgo, pudrición, hastío existencial (“estoy hasta las bolas de que me toquen minas sin tetas”).

Sospecho que Yakpalans y sus adláteres pergeñaron su consigna en el entendido de la definición c), con lo cual llego, por fin, a una conclusión valedera: sí, yo también soy uruguayo hasta las bolas, estoy repodrido de ser uruguayo tal y como se supone mediáticamente que deben ser los uruguayos.

Despejada la incógnita inicial, agarro viento en la camiseta y me permito aburrirlos con unas últimas consideraciones. ¿Por qué ese estar hasta las bolas del simpático paisito? Después de comernos la pastilla de la Suiza de América, de uruguayos campeones de América y del mundo, nos dimos cuenta que el MAraCANAzo, como símbolo, escondía la palabra “macana” que tiene dos acepciones básicas: problema (¡pero qué macana, che!) y mentira (no me macanees, Roberto). Hete aquí, entonces, el gran problema y la gran mentira del Uruguay que nos tiene hasta las bolas. Es decir, los orientales no somos ni tan ilustrados ni tan valientes como quería el que no quería la R.O.U. sino la Banda Oriental unida a la occidental (otra macana de los discursos oficiales).

Bueno, chau, si el guarda me escucha me bajo en la próxima: Chst!

el yorugua